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10 de Septiembre, 2010    General

Katrina



La última vez que tomé cocaína fue en diciembre de 2005, más o menos un año atrás, en Flores, Buenos Aires. Dejo a un lado todas las justificaciones que tuve y me paro sobre el papel a confesar los recuerdos de aquellos días, con la esperanza de que su relato los entierre para siempre. De noche, recuerdo a menudo mis últimas deshonras en mi departamento de Flores.

En febrero del 2001 elegí seguir con mi mujer haciendo a un lado las tramposas promesas de aquel destructivo amor, pensando que nunca más volvería a ser victima voluntaria de sus dolorosos encantos. Confieso que a los veintitrés años no decidí hacerlo por mi propio bien. Pero Mía se merecía todo lo que yo le podía dar. Así que sin haber aprendido mucho, después de 11 meses de sufrimientos pensados como glorias, una de aquellas noches, cuando se marchó el último (no sé como llamarlo ahora, en ese tiempo les decía amigos) de mis amigos, quede sólo en casa y me detuve a pensar en Mía: en su inocencia, en su cara, y en su embarazo.

Me fije cuánto dinero me había sobrado (fíjense bien, he dicho Sobrado) y descubrí que de la fortuna heredada sólo me quedaba resto para un departamento de 1 ó 2 ambientes. Y así de golpe fui cerrando las puertas de mi casa, para permitirme una oportunidad de ser feliz junto a Mía y a nuestra pequeña Luna. Así nombraríamos a nuestra hija. Pero la perdimos al segundo mes de embarazo.

¡Cuántos recuerdos hermosos me quedan de esa mujer! No hay adjetivos ni elogios, ni siquiera el pensamiento mas extenso lleno de intensiones de la verdad, me alcanzarían para describir todo lo que esa ella significaba para mí. Para comprometernos habíamos comprado dos anillos gemelos, de oro puro. Minúsculos grabados egipcios glorificaban su belleza y también los ojos de quien los mirara.  Cuando nuestros silencios se prolongaban, ella fijaba la vista en una pequeña inscripción del dorso, y decía: ¿Ves? Éste es el símbolo de la vida, o Ésta es la diosa de la sabiduría. Mía era bibliotecaria y le gustaba Serrat. A veces hacíamos el amor con la casetera andando, y en el momento del cigarrillo, Mía escuchaba y cantaba. Ahora que recuerdo aquellos momentos, me detengo sobre la imagen de sus ojos lúcidos. Relajada y sin mirarme, pero sabiendo que estábamos ahí uno para el otro, y que el sentido de nuestras almas eran esos momentos, como una niña ingenua cantaba para el aire y para mí Una mujer desnuda y en lo oscuro. Era su preferida. ¿Qué pensaría en esos momentos? Éramos tan felices cuando estábamos juntos. Y pensar que tuve la suerte de enamorarla perdidamente.

 

Todo esto fue cuando ya había comprado el nuevo departamento. Allí pasé las mañanas más felices de mi vida… Y las noches más solitarias cuando no la tenía. Para dramatizar más, podría decir que las peores soledades las conocí cuando Mía se marchaba. Pero la verdad es que no. No entiendo qué poderes indescifrables tuvo aquella relación, pero sabía que en cualquier momento la Casualidad nos daría noticias a uno del otro. Algo que puede ilustrar mi idea son las incontables veces que estaba a punto de levantar el teléfono para llamarla, y la suave campanilla se me adelantaba, con ella del otro lado.

 

La vi por última vez en junio del 2002. Dejó de llamar en marzo del 2004.

 

Las vueltas de vida son a veces muy deshonrosas. Lo digo por cómo la necesidad nos recuerda lo le que habíamos jurado cuando uno menos se lo espera. Y quebrando nuestra palabra volvemos a caer en los mismos pozos que tanto tiempo sorteamos. Entonces recurrimos a las viejas y equivocadas salvaciones. Así, pues, luego de 4 años de abstinencia, una noche (acompañado de gente que prefiero olvidar) volví a caer en las promesas de aquel tramposo amor, como lo llamaba Fernando.

 

Fernando es mi mejor amigo del mundo entero. Está en Argentina cuidando de dos gatitos, Demóstenes y Cleopatra. El machito era suyo, y la hembra mía. Se los regalé unos días antes de navidad, ya sabiendo que me vendría a España el 21 de diciembre.

 

También con Fernando vivimos muchas cosas juntos. Muchas alegrías y muchas tristezas. Él siempre andaba quejándose de la vida, pero la mayor parte de nuestra convivencia hemos pasado momentos extraordinarios. Al ir creciendo aprendemos a aprovechar lo que Dios nos pone al alcance de nuestro camino, y nos resguardamos en los pequeños detalles que salvan una amistad. Y cuando empiezan a asomar los defectos, pronto los sepultamos momentáneamente bajo el recuerdo de las risas en complicidad o alguna vez que hemos tomado una iniciativa, o alguna pequeña ayuda que hemos dado. Por eso deberá de ser que a estas alturas del partido ya me da gracia, cuando nos recuerdo peleando por las colillas tiradas en la pileta, como si fuésemos una pareja. Los dos habíamos sufrido mucho. Será por eso que valorábamos tanto nuestra amistad. Él, estaba comenzando las enseñanzas del primer desamor. A veces lo llamo y me cuenta cómo le duele saber que ella no lo llamará nunca más. 

 

Casi todos los días discutíamos antes de que él saliese a trabajar. Fernando todavía es chofer de taxi. Se despertaba a las seis de la tarde, y todo el tiempo me andaba pidiendo cosas para la casa: Este mueble deberías correrlo hacia el otro ambiente, Compra por favor una crema de enjuague de tal marca o tal otra, No te olvides de las piedras para los gatitos. Y yo lo espera despierto casi todas las noches, hasta las 4 o las 5 de la madrugada. En esas noches ordenaba la casa, hacía las camas, usaba el ordenador, o miraba tele. Cuando nos dimos de baja el servicio de canales satelitales, fue que comencé a escribir.

 

No me atrevería a adjetivar la Argentina del año 2005.













Siempre nombrando a Fernando como si fuera un punto de referencia para que mi relato sea lo más cronológico posible, y que futuros jueces desconocidos puedan catalogar esta antología de mis memorias sin pensar que han sido escritas al azar, sin demasiado esmero, puedo decir que mi familia había querido salvarme de aquella crisis, pues me esperaban en Salamanca, España, desde hacia ya un año y medio. Para dar un ejemplo de la situación en la que nuestras populares estrategias de subsistencia se desenvolvían, puedo decir que hubo semanas en que almorzábamos mediodía por medio, y yo entonces me lamentaba recordando las consideraciones que yo había tenido con mis buenos amigos. Ya nada era como en la famosa época del trigo. Las cosas andaban mal en todo sentido. Yo ya había dejado de creer hacía mucho en las promesas políticas. He aprendido que el verdadero cambio esta dentro de cada uno.

 

Aún aquellos días y noches están en mi recuerdo demasiado vivos. Será que la nostalgia y el destierro me los han hecho recordar tantas veces que es como si me hubiera estado preparando para rendir un oral de mis vergüenzas. Salvo que no recuerdo nada en palabras: Todos los momentos de ese invierno se mantienen en mi memoria como postales indestructibles. Y ahora que el desarraigo ha ejercitado en mis mañanas la trágica necesidad de las prosas, yo cuando puedo voy resumiendo en oraciones los inexpugnables dramas y felicidades de mis últimos meses en Argentina, como sabiendo que el relato destronará de mi psiquis las alegrías pasadas, y concederá lugar a próximos aciertos o desatinos.

 

Durante la noche de mi último invierno en Buenos Aires, iba a dibujar a una plaza que quedaba a unas dos calles de mi departamento. Había mesas y bancos de amianto en el ángulo que lindaba con la avenida, con erosionados tableros de ajedrez todos mal-escritos por los chicos que dormían allí, abrigados por el plástico de los juegos. Cuando Fernando no estaba, en los mismos bancos yo lucía mi atril y mi tablero de dibujo por si la noche quería verme trabajando. De vez en cuando, mientras dibujaba, los chicos de la plaza se me acercaban, y así fui sabiendo lo que significa la vida cuando no se tiene nada. Muchas veces me salvaron de la abstinencia cuando me quedaba sin cigarrillos. Luciano, dormía con su novia en los túneles del arenero, y si alguna vez se me acababa el tabaco, yo dejaba mis lápices y mis borradores y me acercaba sigiloso hasta las rejas, fronteras de la civilización y la cama de Luciano. Entonces silbaba despacito para que Luciano se despertara. Y me salvaba la noche cuando me convidaba de a dos cigarrillos. No suelo pedir favores a desconocidos, pero al tratarse del tabaco, me atrevía a interrumpir las cenas y los tragos que servían en los bares para pedir un cigarrillo, daba igual qué marca fuera. Pero ciertamente, me sorprende una verdad que me acaba de molestar un poco. No importaba el momento, o la persona que fuese; siempre que pedí un cigarrillo a un desconocido tuve miedo al negación y a ser tratado como un delincuente. Evaluaba la cara de mis víctimas y de inspirarme confianza, les atacaba con mi insolencia para que me convidaran algo para fumar. La necesidad de evitar padecimientos superaba mi timidez. Y aunque temía a la abstinencia, siempre trataba de no molestar demasiado a la gente que no había visto nunca. Tal vez me les paraba a unos metros y esperaba a que no estuvieran haciendo nada: Por ejemplo, una vez aguardé a un muchacho rubio de traje y corbata con cara de buena gente, a que terminara su merienda en un barcito del centro suburbano. Había visto yo una cajetilla sobre su mesa y después entré despacito para que no se asustara de mí. Tenía preparado una presentación muy amable, que me había inventado en un segundo cuando aún estaba en la puerta de entrada. Claro que en esa época yo tenía entrenada mi mente para la picardía. Mi monólogo era infalible; creo haberlo utilizado con éxito en 2 ocasiones anteriores. Entonces con fe sumada a mi cortesía, le expliqué la verdad. Yo quería fumar. Pero sin importarle demasiado apartó de mis ojos los cigarrillos, y con mirada de piedra simplemente me dijo que no. Sin palabras de por medio, me di la vuelta y partí. Era la primera vez que no pude conseguir dinero para mi vicio. Y así, después de aquella vez, ya no me importó mucho lo que podían pensar de mí los desconocidos. Yo tenía diecisiete años. Es así que aprendí a no molestar mucho, pues las personas se ofenden cuando un ajeno les pide favores. Luciano en cambio no tenía inconveniente en que le despertara a la hora que fuera por cualquier problema que yo podía tener. Los chicos siempre me decían: Si llegas a tener algún drama con alguien… A la hora que sea, sólo sílbanos. Y aunque todo el barrio les temía y los marginaba, conmigo siempre se comportaron como caballeros. Me enseñaron mucho acerca de la generosidad cuando no se tiene nada. Carlitos, el mejor de todos, acabó en prisión el día que fui a despedirme de ellos.

 

Regresaba a casa cuando amanecía.

 

Mi aislamiento no era motivado por la luz solar, sino por misantropía. Y a la hora en que la sociedad sale a vivir, me paraba a la salida de los primarios, a ver si podía vender algún dibujo para comprar mi desayuno. Y algunos días tenía suerte. Entonces ahorrábamos algunas monedas para la casa. Como ya he referido, era invierno, y algunas madrugadas la neblina inoportuna humedecía el dibujo que estaba formándose sobre el lienzo. En esos momentos el silencio y el frío provocaron la aparición de mis primeros fantasmas inconscientes. Recuerdo muy bien a mi último fantasma.

 

Fue de madrugada, antes que el alba iluminara la soledad, un hombre de unos 60 años pasó a pie, con el taco sigiloso iba consumiendo la distancia a qué sabrá dónde. Único testigo de mi soledad desde hacia varias horas. Se dio vuelta para mirarme, como si intentara advertirme de algo. Y yo pensando que era un accidente de mi psicología, bajé la vista. Pensé también que miraba mi lienzo, pero cuando analicé otra vez sus ojos, me di cuenta que su expresión me era familiar. Noté sus anteojos y su cabello prolijamente muriendo en canas. Tenía la cara más bondadosa que yo recordé de todas las que había visto. Se alejó un poco más. Y se volvió otra vez para mirarme sin dejar de caminar.

 

Era la cara de mi padre.

 

Mi padre estaba en Salamanca desde hacia un año, donde poco después iba a arribar yo, un 22 de Diciembre. La noche que volví a ver a mi familia fue un festejo extraordinariamente feliz y doloroso. Yo había sufrido tanto por mi rebeldía. Y siempre recordaba las primeras palabras de Mía: Uno nunca está más a salvo en ningún lugar de la tierra que en los brazos de los padres.

 

Hace casi un año que estoy aquí. Y nunca voy a olvidar los sentimientos al ver a mi madre otra vez. ¡Habíamos tenido tantos problemas! Por eso fue que elegí quedarme en Buenos Aires. Quise averiguar qué nos había sucedido. Pero aunque en su momento pensaba de otra manera, la vida me fue enseñando que algunos deseos son meras especulaciones futuras.

 

Todo se fue empeorando después de mi accidente. Yo había abandonado cinco meses antes el Industrial. Estaba en cuarto. Ya me había intentado ir de casa una vez ese año. Pensaba que las cosas iban a ser un poco más sencillas. Pero a los pocos días hablé por teléfono con mi madre, y me propuso una oferta que no pude rechazar: Una cama calentita. Yo tenía una novia, Alicia, que también me aconsejaba, igual que Mía me aconsejaría a volver con mis padres seis años más tarde. Alicia era cocainómana. Ella tenía 22 años cuando nos enamoramos. Y un hijo, producto de una violación en la que perdería su virginidad, cinco o seis antes de que nos conociéramos.

 

Como si fuera mi invierno preferido, 1994 fue el año que recuerdo con más alegría y más tristeza. Uno cosecha lo que siembra, se suele decir. Será por mis faltas al 5º Mandamiento que unos meses después de haber abandonado el colegio, entré en coma dos meses. Pero mi juventud me ha concedido un milagro, por eso todavía recuerdo como recién pasada la noche en que me despedí de mi compañero de banco. El Mono Suárez. Éramos los más divertidos del curso. Nos vimos por última vez en Agosto o Septiembre de 1999 y todavía lo admiro muchísimo. Fue gracias a su amistad que descubrí la importancia curativa de la risa honesta. Los cigarrillos eran los compañeros más cómplices que teníamos. Era lindo jugar a ser mayores. Algunas veces no entrábamos a clase, y en la ciudad bajo cero fumábamos una cajetilla cada uno. Todavía conservo sus letras técnicas en una cajita de Marlboro, la noche que me decidí a dejar el colegio para aprender a vivir de golpe:

 

Te voy a extrañar hermano

(Mucho)

25 de agosto de 1994

 

Cuando desperté del coma fue a uno de las primeras perdonas a las que llamé. Y al escucharme no me reconoció de inmediato, mi voz se había hecho finita gracias aquella invencible traqueotomía. Y entonces, por primera vez en nuestra amistad, le conocí lágrimas ventrílocuas a través del audífono. Fue un momento maravilloso para los dos.

 

Pero volviendo a mis padres. Al despertar, mis primeras angustias fue cuando mi padre: Bueno, dejo las minucias a un lado y voy a lo importante para el relato.

 

Empecé y abandone el colegio dos veces más en los años 96 y 98. Entonces fue que cobré el juicio por mi accidente. Setecientos mil dólares. Pero como confesé de otra manera, con otras palabras anteriormente, el dinero corrompe las voluntades. Y lo que hubiera sido una vida de alegrías y prosperidad para mi familia y para mí, se transformó en un inacabable juicio que duró dos años interminables. Me tuve que volver a ir de casa, con una pierna menos y un trauma que me impedía tener empatía con las personas, sin contar mi miedo a los autos. Y así fue que durante dos años viví prácticamente en la calle. Cuando mi familia, decía que me estaba protegiendo de las malas influencias. En fin... El Karma tendrá sus razones. Pero con el tiempo comprendimos que nadie podía disfrutar del dinero si estábamos tan separados. Y justo cuando mi abogado me recomendó firmar un pacto de honorarios, fue que nos arreglamos. Después pasaron otras cosas terribles. Otras no tanto.

 

Todo esto que habíamos pasado los años que siguieron les reproche muchas cosas. Y cuando me telefoneaban todos los días desde España para charlar... yo los trataba con indiferencia. Fue así que en diciembre del 2004 me quede solo en mi departamento. Aún no lo había conocido a Fernando. Y antes de las últimas navidades fue que decidí regresar a los brazos de mi familia.

 

Ahora que mis desvaríos mentales ya no son un secreto para nadie que me hubiera leído, y que mis posibles conocedores serán arbitrarios jueces de mis conductas una vez acabada la última de las oraciones confesionarias de mi escritura, yo prosigo hacia delante retomando de algún párrafo pretérito la amistad en la que Fernando y yo nos refugiamos, para salvar las distancias emocionales que había entre nosotros y el mundo de los normales.

 

Gracias a Fernando fue que ejercité mi fe. Cuando me contaba lo difícil que era su vida, esperaba a que se fuera de casa y me sentaba a reflexionar sobre qué hubiera hecho yo en su lugar. Entonces escribía. Me inspiraba salir al balcón (que Fernando había llenado de Pensamientos y otras plantas que no sé cómo se llaman), a tomar mate y mirar las estrellas. Me quedaba horas allí, solo, hasta que él volvía. Algunas veces, cuando sobre el papel aparecía la respuesta que yo estaba esperando, pasaba por la calle mi enamorada. Y yo me preguntaba qué relación tendría aquella casualidad con mis escrituras… 

No todos los hombres saben que la salida está en la observación de sí mismos. Me costó mucho que Fernando entendiera mis silencios. Y sabía que Fernando volvería a casa para desahogarse. Pero yo ya me había preparado. Entonces, cuando comenzaba otra vez a contarme lo malo que era el mundo, yo le señalaba su cama: ¡Allí, debajo de las sabanas!. Entonces Fer encontraba un sobre con todo lo que había escrito en su ausencia.

 

Eso que a mí me era tan fácil, él le daba el valor de un tesoro. Se emocionaba de veras. Y la atención que les ponía me llenaba de honores. Fernando tenía mil cosas que yo detestaba, pero era un hombre inundado de principios. Tal vez el cariño me haga exagerar, pero recordaba siempre cada detalle que yo tenía con él. Y me los recordaba cuando me ponía triste.

 

Lo malo de todo esto, es que cuando volvía de trabajar, casi siempre, pasaba por nuestro bar, y traía consigo un gramo o dos de cocaína. En esos días fue lo sucedido en Miami, el huracán. Miraba las noticias cuando me quedaba solo, los destrozos, la gente que se quedaba sin vivienda, y que hasta hoy debe estar desesperada. Entonces cuando él volvía yo le preguntaba: ¿Trajiste Katrina?

 

Al principio pude controlar mi deseo bastante fácil. Me era sencillo después de 4 años de no haber tomado. Hasta Fernando que desde su pubertad no había detenido el consumo incontrolado, se inspiraba a tomar menos cuando traía el plato con los lagartos y yo le decía: No, te agradezco. Después me enteraría que Fernando les contaba a sus amigos aquel rechazo mío como una proeza que pocos han logrado en la vida.

 

Así fue, que empecé a darle consejos para que fuera dejando. Fer, mi compañero, logró los primeros pasos para su recuperación, estando 14 felices días sin consumir. Yo le había recomendado que cuando saliera de trabajar, inmediatamente gastase el dinero en pequeños lujos, y volviera a casa sin pasar por el bar. En esos 14 días, Fer siempre regresaba con suéteres nuevos.

 

Y la noche 15 fer me llamo antes de venir.

 

Me dijo que había encontrado dinero. Un pasajero se había olvidado un billete de cien pesos, y también una caja de chicles. Y como si algo nos estuviera tentando, esa noche compramos 3 papeles, y ya no pudimos retroceder. Llegó un punto en que nuestros roles se invirtieron drásticamente. Él ya había dejado de ofrecerme, y yo le pedía el último suspiro.

 

Voy haciendo rápidos estos recuerdos, me lastima haberme deshonrado tanto por aquella falsa felicidad, que no duraba más de 5, 10, ó 15 minutos. Espero que la omisión de momentos vergonzosos, me sea perdonada por mi Deber de Enfrentarlos, y ya no cuenten para Él. Esperaré que me entienda, y que este relato sea como una compensación de mis faltas, pues yo siempre supe lo que tendría que haber hecho. Pero en la soledad, y necesitando revancha de las injusticias y equivocaciones que uno le reprocha a la vida, nace la rebeldía contra uno mismo. Si no la tuviese, diría que la Consciencia es el enemigo que siempre acaba venciéndonos. Todas las adicciones que gocé primero y sufrí después, lograron no sé cómo mi defensa.

 

Nunca llegamos a vender nada, ningún electrodoméstico ni ninguna campera. Cuando no hay dinero, se ve al puntero y se le ofrece algo de valor por algunos papeles.

 

Una noche de aquel aventurero invierno, Fernando trajo como casi siempre un poco de Katrina. Cuando la acabamos no teníamos más dinero (entonces no me paré a ver lo distinto que yo estaba de seis meses atrás, y ahora entiendo porqué la llamaba tramposa. Pero yo en esos momentos era muy necio, no escuchaba razones y todo tenía que ser a mi modo. Entonces abrí el cajón de la mesa de noche, y saqué temblando por mi vicio la caja donde guardaba los pequeños recuerdos de toda mi vida, lo más valioso para mí. Entre todas las tarjetas, las cartas de amor, y los objetos que en otros momentos de cordura me provocaban lágrimas y emociones, se encontraba lo que yo a ciencia cierta ya tenía seleccionado en mente.

 

Cambié –yo, Damián Nicolás López Dallara, retratista de mujeres bellísimas, teólogo por la curiosidad que me provocan las Cuestiones Profundas, narrador de historias emocionantes que dan esperanzas al prójimo- el anillo que me había regalado la mujer que mejor me amó hasta este día, por siete gramos de un veneno que daba la felicidad más efímera, desconocida y agraciada por los hombres en mitades iguales.

 

Después, pasaron unos días de reflexiones. Y así elegí el destierro, como cuatro años antes elegí a la mujer que amaba, para darme una oportunidad de felicidad junto a lo único que el Destino es incapaz de quitarme. Mis escrituras, mis reflexiones. Y mis vergüenzas.




Degüello



 

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publicado por terracota a las 07:39 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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