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18 de Abril, 2010    General

Disney






 

Como el aburrimiento de los niños se aprovecha para crear personajes que se arriesgan a la aventura, o también para imitar personalidades o profesiones que son difíciles de desarrollar durante el resto de nuestras vidas, yo protegía mi frágil psicología jugando a que era piloto de un avión que rotaba sus eficacias dependiendo de mis sensibilidades. Con la tuca de una tiza, bajo las extendidas longitudes de la mesa centrada, dibujé brújulas aéreas y relojes que marcaban la tan soñada altitud. En los cuatro laterales dejé botones y desperfectas palancas meridionales que se subían y se bajaban con la presión de mis cuatro dedos mayores. Era precioso.

 

Releyendo las páginas de mi historia, luego de la mesa, en la pared del fondo, había un modular enorme que lo sargenteaba todo. Allí se resguardaba el dinero de nuestras caprichosas edades. Una vez papá dejó de atender, y como el cantante que deja el escenario para tomarse un wisky, hizo algo que nunca había hecho antes: dejó el negoció y entró a la casa con un particulares prendido. Otro hombre le seguía. Abrió la decorativa cerradura del modular. Y retiro los ahorros que se destinaban al alquiler y la luz. El hombre que lo seguía le estaba enfriando la columna con un cañón antiguo pero efectivo. En la cena de esa noche mis padres remataban los comentarios respecto al tema con menos mal,  porque en vez del dinero grande, el ladrón se fue de la casa con unos puchitos que comprarían un chango lleno de víveres en el mercado Zanella, pero la suma importante se quedó en su lugar, ya que papá había previsto aquella desgracia y escondía el dinero del alquiler en la misma puertita que un diezmo de no sé qué, sólo que abajo de documentos distintos, para que si pasaba lo que ocurrió dejase contento al chorro con la medalla de plata, pero se fuera pensando que había cortado él la cinta de los cien metros.

 

Papá era inteligentísimo

 

 

 

Aún más a la izquierda del mueble banquero, un perchero se momificaba todos los días con las camperas de invierno, típico del buen gusto de mamá. En ese rincón, enseguida otra entrada de dos puertas que nos tenía preparada una galería blanca y alargada. Dividieron ese pasillo con una madera que mamá empapeló de nuevo cuando ya podíamos ver la estela de cada año. Allí enfilaron las camas donde dormíamos con mi hermana. El techo era en caída. Y me gustaba escuchar la lluvia que borboteaba sobre el tejado bordó. Los sábados y domingos papá siempre hacía un asado, y los hermanos dormíamos hasta tarde. Mi cabeza estaba apenas al ingresar, y en los fines de semana los pasos de papá me desperezaban. Levantaba los ojos en la penumbra y través de unas cortinas iguales a las que sembraban cinco o seis flores en negocio, lo espiaba a mi viejo que entraba a la casa para amontonar el dinero de los impuestos puchito sobre puchito, cuando venían las viejas gordas para elegir la parte más exquisita del costillar, y dejar en la casa los pesos para los lujos que nunca pudimos darnos, puesto que en el hogar que mis padres formaron no nos faltaba lo básico pero siempre teníamos cosas que componer o que actualizar. Hasta que papá cobró bien de nuevo, en casa nunca hubo nada moderno. Comprábamos los guardapolvos largos para poder hacerles los dobladillos y que nos sirvan para el año que iba a venir. O si no me compraban las Adidas falladas, que por un milagro salían de fábrica tan diferentes como los nigerianos que sin perseguirse andan por las calles de Saubtormesinas. Llevaban el error como un virus del Sida escondido en los linfocitos. Pero gracias a ello a mamá le costaban la mitad. Cuando era chico me emocionaba que mamá se decida a hacer cambios importantes: comprar una cocina nueva,  pintar un ambiente. Nos entreteníamos cambiando la casa gracias a ideas nuevas. Mamá me hacía las carátulas de los cuadernos. Y a Mary también.

 

Como lo hubiera justificado si fera Borges, "Con el tiempo" algunas cosas se van perdiendo. Porque yo no sé en dónde se habrán quedado aquel magistral gato con botas, que mamá me había pintado para empezar el cuaderno de 3 grado: todos los gatos lindos tienen que ser rechonchos. Una espada derecha cortaba en dos al perspectivo castillo de algún marqués que de seguro no era el de Carabás, cuyas opulencias se recocían a escala. El felino era un mosquetero precioso.

 

Tampoco sobrevivió el Blancanieves de Mari, o algún Gepeto que tenía en las gafas una canica de sol.

 

Dentro de los lujos que pudimos darnos, siempre que venía la tía Beatriz íbamos al mercado y comprábamos cosas lindas para la escuela. Un sacapuntas de Pluto o de algún cachorro de dálmata que se había salvado de la Cruenta, y yo –con una emoción destructiva- les apretaba el hocico mocho cuando nos quedábamos solos. En esa misma colección estoy seguro que también Mikey formaba en tropa, porque para reírme de su ridículo, yo le tapaba los ojos doblándole las negras orejas hacia adelante.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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publicado por terracota a las 10:57 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
09 de Abril, 2010    General

Tiempo para una guerra



 

 

 

 

 

 

8 o 9 de abril

 

 

Hoy por hoy, comienza a anochecer dos horas más tarde que el diez de enero. En esa benigna diferencia pueden coexistir miles de cosas.

 

 

En esas dos horas de día pueden colarse tantas calles nunca antes vistas, tantos gorriones que me harán decirle un réquiem a mi milagros. Con dos horas de atardecer podemos añadirle a nuestra memoria tantos árboles nuevos. Bastan dos horas de día más para que una rama antes calva hoy esté florecida.

 

Con estas dos horas más de día puedo alcanzar -por ejemplo- las colinas que más alejadas están de casa. Subir a la cumbre sintiendo que soy Colón y que esa cima es mi América. Inflarme con una ráfaga de brisa como si fuera el aire del mar. En esa añadidura de luminaria puedo mirar al sol que se marcha para cantarle un sentido himno con mi admiración. O idolatrar a los tonos púrpuras que visten los horizontes subtermsinos en el ocaso. O creer más en Jesucristo, porque veo a la luminiscencia cayendo al mundo por las rendijas de una nublada opulenta.

 

 

 

 

 

 

 

 

Y por último dejarme caer rodando por la pendiente pedregosa que me da envión para la vuelta a casa, jugando a que esa cuesta abajo  es un tobogán con obstáculos: descender sorteando las trampas  que dejó allí sabe qué dios, apretar más los frenos para que esta vez no me falle la inteligencia, o esquivar los pozos para que mi ojo no se arrastre por el declive del monte. Entonces evitaré varios meses de duelo, ya que no se me rompió de nuevo la paleta de porcelana.

 

 

 

Dos horas de día más pueden querer decir 5000 metros de río que no había visto antes. Entrar en Babilafuente o Aldehuela, y quedarme 5 minutos analizando el milenario nido de una cigüeña que adorna el techo del campanario. Sentir el frío de las miradas que me acusan por forastero. O preguntarle al apartado electricista dónde se abre el camino para ver a mi Tormes atardeciendo.

 

 

 

 

 

Dos horas de día más pueden querer decir estrenar siete kilómetros por la carretera de Madrid, y volver a casa antes de que anochezca. Esas dos horas de luz significan mucho para un ciclista, pues si al volver voy cansado, para tomar un descanso del pedaleo infrenable, puedo hacerles gancho a un respiro con la coca-cola, si es que me detengo en un quincho inmenso que huele a los extraviados asados que emparrillaba papá, y siempre se está manifestado a la repatriada derecha de la ruta, como si fuera el nicho que guarda en paz a la madre de todos los camioneros. Y entonces la van a visitar cada vez que se acuerdan. Esas dos horas de día más significan que en ese bar de las almas que están perdidas -enchapados antiguamente con trajes gris y marrón-, yo haya visto a los bisabuelos jugando solemnemente una mano de muse, pensándose cada carta como si se estuviera jugando un ajedrez entre 6 o 7 Kasparov.

 

 

 

Dos horas más de día pueden marcar la diferencia entre un regreso a casa en bicicleta o en ambulancia: ya que los conductores me ven mejor cuando la claridad embucha a lo ciudadano.

 

 

En dos horas de día más pueden caber tantos corazones injustamente destrozados.

 

Esas dos horas más pueden marcar la diferencia entre un mañana productivo y otro que será ocioso. Pues -como si fueran las verrugas en la cara de un viejo- durante el regreso a casa  hay una cantidad de locales desparramados por la ciudad que vendrían bien para ponerme una librería. Pero está obscuro y yo no puedo fijarme bien si tienen colgando el cartel de se alquila.

 

Dos horas más de día pueden marcar la diferencia entre un delito intelectual y otro de hecho, ya que el violador no ataca cuando aún hay luz.

 

Una guerra de Malvinas cabe en dos horas de día, si es que el anochecer comienza dos horas más tarde que un diez de enero. O 150 cuartillas escritas con la estudiada pena de las madrugada. Dos horas más de día significan todo eso.

 

 

Más tres meses sin el ella.

 

Nicolás Lopez Dallara

(almuerzo)

 

 

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publicado por terracota a las 11:10 · 1 Comentario  ·  Recomendar
 
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