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05 de Abril, 2010    General

El Yunque del Platero






 

 

 

 

 

 

Suponiendo que la originalidad prosaica sitúa a nuestro pensar sobre un puente que nos cruza desde la vida cotidiana hasta el extremo de la fantasía, y en la fantasía nos quedásemos por un momento, olvidándonos de nuestros peores fantasmas y, a su vez, ese reemplazo momentáneo de pensamientos curase de a poquito nuestra memoria, disolviendo viejos recuerdos a fuerza de renovadas y benévolas imaginaciones salvadoras, producidas espontáneamente por subliminares asociaciones logran crepitar nuestras almas a causa de cada nueva oración leída a lo largo de toda la lectura... Pues entonces yo buscaría la manera de que, en estas pocas líneas, se resumieran los mejores autores del mundo entero, para que así nuevos libros compensen el vacío que causó dentro de mí la Suerte o el Destino. Y la lectura de mis letras vaya disolviendo lamentablemente viejas literaturas que aún están reinando en mi memoria real.

 

Ni siquiera deseo comenzar este bendito epistolario con una oración que ya te hubiera dedicado a ti o a cualquiera de mis otros corresponsales. Y si fuera cierto lo que estos párrafos fatalistas opinan, tus ojos desechos se irían recomponiendo en cada sentencia que te exprese. Si yo pudiese revivir con la originalidad y tú, aún a obscuras, fueses capaz de releer mis confesiones, pues yo le inventaría un nuevo nombre a cada una de mis lágrimas. Y cada línea mía reconstruiría una por una a tus células perennes. Pero también trataría de ser cauteloso esta vez, para dar a esta carta la lectura necesaria pero justa. Y así tengas una interpretación misericordiosa de mis nostalgias. Ni siquiera sería necesario que te esforzaras más allá del pasivo movimiento de tus pupilas incalculables. Y así, otra vez, ese pecho que nadie mortal poseerá de nuevo reservaría un hueco para tu alma bohemia.

 

Ahora que un crujido poco distante casi parte mi inspiración por la mitad, y yo ya estoy indeciso entre seguir adelante o descansar en la triste y solitaria compañía de los mates meridionales, te confieso, vida mía, que me arriesgaré a tocar de oído una melodía que está sonando en el centro de esta rehusada hombría. Ojalá la mala mano que nos ha jugado el Destino o la distancia, no me reste deseos de corregir este arrepentimiento, creando destinatarias frases que terminarán -sin duda-, encerradas en la cajonera donde guardaste impuestos y vacunas, pues ningún correo llega ahora hasta el ese búnker de madera que asila a tus linfocitos. Pero aún bajo llave, mis palabras estarán eternamente deseosas de una reencarnación. ¿Que serás en tu próxima existencia, de ser el budismo cierto? Pero más me preocupa todavía cómo te reconoceré si en veinte años, cuando tengas la edad que tenías cuando el Señor cruzó nuestros caminos, un azar reiterativo te acercara a mí en un cuerpo distinto.

 

Desearía que todavía vivieses en una casa con tejado rojo; y que una mañana el cartero pudiera rastrear tus puertas. Y ubicara en tu intranquilo buzón grisáceo estas palabras dedicadas. Pero como sé que lo posible se opone con todos sus argumentos a estos deseos míos -pues Dios ha elegido ponerte al cuidado de otros jardines que no fueron nuestros-, desearía que tus ilustres miradas pudieran avanzar hacia la culminación de esta epístola, y mis dilatadas palabras te sonaran cada vez más interesantes, para que así destraben nuestras creencias de vida y muerte, y entonces puedas, temporalmente, amanecer en un mundo dónde las compresiones diseminarán a los pequeños intrusos agusanados que usurparon esa inalcanzable casa tuya. Ojalá mis cursivas salvadas en estos imaginarios folios tuvieran magia suficiente como para que tu cuerpo vuelva del País de la Inacción. Y de nuevo algún mortal se sorprenda con tu sonrisa blanca. Lo fantástico ha sido un haber en el hogar de tu alma, tanto tu pasado como tu presente, por eso es que no descarté aún que toda esta tontería de resurrecciones tenga razón para la excepción...

 

Pero ahora que el dolor nos ha ofrecido el despreciable mapa de nuestro histórico destino, ningún mensajero podrá encontrar el epíteto número de tu casa obscura. Quizás de haberlo adivinado, pude mandar un anticipado sobre para el lucrativo cochero, quién sin arrear ningún caballo te llevó a unos jardines llenos de ángeles que serenan a las arpas y a las trompetas. Pero cuando ya es tarde para cartas o los reencuentros, vuelvo al desintoxicante hábito de mis cursivas. Pues quiera mi Señor que por cada línea que se me ocurra, este papel en blanco vaya perdonando mis inútiles afectos.

 

En el papel se quedan nuestros desamores o nuestras dichas. Pero tantas ideas, tantos miedos, tantos impulsos, me dicen al fin que, aunque escribiese mil horas seguidas, no bastaría para testificar sobre toda esa perpetua angustia que me dejó la notificación del vuelo que jamás aterrizó en Madrid.

 

Lo tortuoso, lo burlante, lo desesperante, es ahora para mí un mirar hacia el futuro de mis pensamientos, y levantar el ancla que me varaba en la luminosa playa de tu existencia. ¿Que habrá sucedido en mis propósitos? –pienso-. ¿Acaso la pereza logró que yo otra vez optara por el camino más prometedor para ambos, en lugar del más seguro? Evité escuchar la caja negra porque no quería reconocer a tus gritos entre la maraña de desesperados cayendo al mar. Y no dejo de pensar en el último sentimiento de mi niño. A veces desearía que se hubiera ido más adelante, cuando la patria potestad llega al punto de su libertina caducidad. Dios no le concedió más tiempo para sufrir. Mi niño no tuvo oportunidad de hacer soñar a una princesa. Una pesada carga de infantiles utopías lo sumergió primero que a ti: románticos héroes que persuadieron mis ideales a lo largo de su corta antología. Si ese candoroso prepúber todavía fuera al colegio, yo ahora no estaría llorando por que mis libros no se comprenden. Tal vez, querida, si la casa de la muerte tuviese una dirección, hubiera bastado con una que otra palabra mía, para que ustedes pisaran la calle sin señaladores donde hoy residen mis huesos latinos. En cambio ahora: algún día viajaré sobre el Atlántico y pensaré que visito ese hogar, incapaz de retener los suspiros de ustedes, ya que en burbujas salen a la superficie los alaridos que emiten socorros, como si luego de atravesar el ancho fondo del mar, al resurgir al oxígeno se oyeran los alaridos.

 

Pero las circunstancias son al fin la realidad a la que debemos ceñir nuestros ineficaces planes. Los míos, mi vida, son infecundos sueños que me hablan sobre la posibilidad de que la resurrección fuera un universal y accesible truco de magia bondadosa. Nuestra despedida final me propuso estas ingenuas fantasías, pues Dios se negó a contarme el secreto de su poder más codiciado. Y aquellas mentalidades inalcanzables son un símil de la masa del herrero impactando, con su fría mole uniforme, sobre la superficie del yunque siempre negro. Y un golpe tras de otro mi reducido corazón se paraliza intermitentemente.

Allí vienen y van mis fantasías. En una mente sana, íntegra, los deseos vienen y van como si fueran pájaros volando en el cielo de nuestro entendimiento. Mas en la mía, ya contaminada con filosofías y metafísicas de segunda mano, los sueños son aplastados por el martillo de mis condicionamientos impiadosos. Y así, como si mis correcciones fuesen minotauros embistiendo el corazón de sus detractores, eludo enfrentarme con la partida, esperando que todo acabará por revertirse alguna vez.

 

 

 

Degüello

 

 

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22 de Febrero, 2010    General

Los Grandes Rompecabezas

14 de Octubre del 2004

 

 

Hay muchos rompecabezas. El Armador elige siempre el que más le gusta, pero los más lindos son los más grandes.

 

Armar los más grandes lleva siempre mucho tiempo y esfuerzo. Al principio, el amador que elige los grandes sufre ansiedades por encontrar mitades que encajen. Y cuando logra la primer unión, fantasías sobre el segunda le restan tiempo a su vida. Y entonces lo enferma deseo de encontrarlas a todas.

 

El armador que elige los grandes renuncia a todo por terminarlo, porque de haber unidos dos mitades nace la ilusión de una Gran Pieza. A veces pasa tiempo antes de encontrar la siguiente. Pero eso no depende del armador, sino que las fichas se apilan en un orden dirigido por Dios.

 

El armador que elige los grandes nunca sabe dónde va a encontrar la siguiente pieza. Un día encuentra una y un día cualquiera, cuanto menos lo espera, se encuentra con otra. Casi seguro debe abandonarse a la suerte y a su destino. Pero cuando dos mitades se unen, el Armador se fortalece en las esperanzas. Y todo el presente cobra sentido.

 

Aunque tarde mucho, el Armador no se vence. Su ilusión de esta genial empresa posee todas sus horas, sus momentos... y sus soledades.

 

Encontrar las piezas que encajan depende mucho de la suerte. Y aquí algo curioso: Si el armador cae en la trampa de premeditar, la suerte se le rehúsa. Las piezas solamente se encuentran por amor hacia este el juego divino. Y aprender eso lleva tiempo. Se sabe de armadores que abandonan el rito de la búsqueda que corona de sentido a la vida, cuando ya se hace insoportable la locura que, poco a poco, va engendrando la amargura de los planes no concedidos por la Casualidad.

 

Las instrucciones de los grandes rompecabezas no se leen ninguna lengua humana. Sólo cuando se comienza a comprender que sí había Lecturas Divinas, el hombre se hace gran hombre. Y la suerte vuelve a su lado.

 

Algunos armadores han buscado por toda la Tierra un modelo que les ahorre prodigar horas y esfuerzo. Esto es por desear todo el tiempo ver la figura ya formada. Pero el armador que elige los grandes debe ir aprendiendo de sus propias lecciones. Entonces el Gran Rompecabezas los elige, como si hubiera estado esperando desde antes del tiempo a una persona digna de su belleza, exagerada por la complejidad. En realidad nuca se supo quién es elegido por quién. Quizás los dos hayan planeado enseñarle al mundo lo inútil de las planificaciones. O tal vez estén los dos destinados a una rueda de vidas donde uno deja de existir en la ausencia del otro.

 

El rito de los Grandes Rompecabezas se destaca por un detalle que no se ve en ningún otro lado: la relación entre los armadores y Dios. Quizás los Grandes Rompecabezas sean un sendero que ejercita la fe de los grandes corazones que se volvieron pequeños cuando el la realidad los domestico para la razón. El hecho es que los Grandes ennoblecen a las personas de grandes virtudes.

 

La espera de encontrar piezas que encajen es lo que hace tan valioso el momento del encuentro. Y la figura que escondía el Gran Rompecabezas empieza a dibujarse en la ilusión.  Algunas piezas estaban a la vista… ¡Y era tan fácil verlas! Pero lo inevitable es el fracaso que fortalece la experiencia. ¿Cómo será mi próximo rompecabezas? Llegando al final, el armador que elige los grandes halla su recompensa: Sabiduría y dignidad.

Pero mientras dura la aventura de un Gran Rompecabezas, el armador que elije los grandes nunca se para a pensar en la posibilidad de abandonar. Por que son Uno: el Gran Rompecabezas, la vida, Dios… y el armador. 


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publicado por terracota a las 13:13 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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Nicolás López Dallara

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