La última vez que tomé cocaína fue en diciembre
de 2005, más o menos un año atrás, en Flores, Buenos Aires. Dejo a un lado
todas las justificaciones que tuve y me paro sobre el papel a confesar los
recuerdos de aquellos días, con la esperanza de que su relato los entierre para
siempre. De noche, recuerdo a menudo mis últimas deshonras en mi departamento
de Flores.
En febrero del 2001 elegí seguir con mi mujer
haciendo a un lado las tramposas promesas de aquel destructivo amor, pensando
que nunca más volvería a ser victima voluntaria de sus dolorosos encantos.
Confieso que a los veintitrés años no decidí hacerlo por mi propio bien. Pero
Mía se merecía todo lo que yo le podía dar. Así que sin haber aprendido mucho,
después de 11 meses de sufrimientos pensados como glorias, una de aquellas
noches, cuando se marchó el último (no sé como llamarlo ahora, en ese tiempo
les decía amigos) de mis amigos, quede sólo en casa y me detuve a pensar en
Mía: en su inocencia, en su cara, y en su embarazo.
Me fije cuánto dinero me había sobrado (fíjense
bien, he dicho Sobrado) y descubrí que de la fortuna heredada sólo me quedaba
resto para un departamento de 1 ó 2 ambientes. Y así de golpe fui cerrando las
puertas de mi casa, para permitirme una oportunidad de ser feliz junto a Mía y
a nuestra pequeña Luna. Así nombraríamos a nuestra hija. Pero la perdimos al
segundo mes de embarazo.
¡Cuántos recuerdos hermosos me quedan de esa
mujer! No hay adjetivos ni elogios, ni siquiera el pensamiento mas extenso
lleno de intensiones de la verdad, me alcanzarían para describir todo lo que
esa ella significaba para mí. Para comprometernos habíamos comprado dos anillos
gemelos, de oro puro. Minúsculos grabados egipcios glorificaban su belleza y
también los ojos de quien los mirara.
Cuando nuestros silencios se prolongaban, ella fijaba la vista en una
pequeña inscripción del dorso, y decía: ¿Ves? Éste es el símbolo de la vida,
o Ésta es la diosa de la sabiduría. Mía era bibliotecaria y le gustaba
Serrat. A veces hacíamos el amor con la casetera andando, y en el momento del
cigarrillo, Mía escuchaba y cantaba. Ahora que recuerdo aquellos momentos, me
detengo sobre la imagen de sus ojos lúcidos. Relajada y sin mirarme, pero
sabiendo que estábamos ahí uno para el otro, y que el sentido de nuestras almas
eran esos momentos, como una niña ingenua cantaba para el aire y para mí Una
mujer desnuda y en lo oscuro. Era su preferida. ¿Qué pensaría en esos
momentos? Éramos tan felices cuando estábamos juntos. Y pensar que tuve la suerte
de enamorarla perdidamente.
Todo esto fue cuando ya había comprado el nuevo
departamento. Allí pasé las mañanas más felices de mi vida… Y las noches más
solitarias cuando no la tenía. Para dramatizar más, podría decir que las peores
soledades las conocí cuando Mía se marchaba. Pero la verdad es que no. No
entiendo qué poderes indescifrables tuvo aquella relación, pero sabía que en
cualquier momento la Casualidad nos daría noticias a uno del otro. Algo que
puede ilustrar mi idea son las incontables veces que estaba a punto de levantar
el teléfono para llamarla, y la suave campanilla se me adelantaba, con ella del
otro lado.
La vi por última vez en junio del 2002. Dejó de
llamar en marzo del 2004.
Las vueltas de vida son a veces muy
deshonrosas. Lo digo por cómo la necesidad nos recuerda lo le que habíamos
jurado cuando uno menos se lo espera. Y quebrando nuestra palabra volvemos a
caer en los mismos pozos que tanto tiempo sorteamos. Entonces recurrimos a las
viejas y equivocadas salvaciones. Así, pues, luego de 4 años de abstinencia,
una noche (acompañado de gente que prefiero olvidar) volví a caer en las
promesas de aquel tramposo amor, como lo llamaba Fernando.
Fernando es mi mejor amigo del mundo entero.
Está en Argentina cuidando de dos gatitos, Demóstenes y Cleopatra. El machito
era suyo, y la hembra mía. Se los regalé unos días antes de navidad, ya
sabiendo que me vendría a España el 21 de diciembre.
También con Fernando vivimos muchas cosas
juntos. Muchas alegrías y muchas tristezas. Él siempre andaba quejándose de la
vida, pero la mayor parte de nuestra convivencia hemos pasado momentos
extraordinarios. Al ir creciendo aprendemos a aprovechar lo que Dios nos pone
al alcance de nuestro camino, y nos resguardamos en los pequeños detalles que
salvan una amistad. Y cuando empiezan a asomar los defectos, pronto los
sepultamos momentáneamente bajo el recuerdo de las risas en complicidad o
alguna vez que hemos tomado una iniciativa, o alguna pequeña ayuda que hemos
dado. Por eso deberá de ser que a estas alturas del partido ya me da gracia,
cuando nos recuerdo peleando por las colillas tiradas en la pileta, como si
fuésemos una pareja. Los dos habíamos sufrido mucho. Será por eso que
valorábamos tanto nuestra amistad. Él, estaba comenzando las enseñanzas del
primer desamor. A veces lo llamo y me cuenta cómo le duele saber que ella no lo
llamará nunca más.
Casi todos los días discutíamos antes de que él
saliese a trabajar. Fernando todavía es chofer de taxi. Se despertaba a las
seis de la tarde, y todo el tiempo me andaba pidiendo cosas para la casa: Este
mueble deberías correrlo hacia el otro ambiente, Compra por favor una crema
de enjuague de tal marca o tal otra, No te olvides de las piedras para los
gatitos. Y yo lo espera despierto casi todas las noches, hasta las 4 o las 5
de la madrugada. En esas noches ordenaba la casa, hacía las camas, usaba el
ordenador, o miraba tele. Cuando nos dimos de baja el servicio de canales
satelitales, fue que comencé a escribir.
No me atrevería a adjetivar la Argentina del
año 2005.
Siempre
nombrando a Fernando como si fuera un punto de referencia para que mi relato
sea lo más cronológico posible, y que futuros jueces desconocidos puedan
catalogar esta antología de mis memorias sin pensar que han sido escritas al
azar, sin demasiado esmero, puedo decir que mi familia había querido salvarme
de aquella crisis, pues me esperaban en Salamanca, España, desde hacia ya un
año y medio. Para dar un ejemplo de la situación en la que nuestras populares
estrategias de subsistencia se desenvolvían, puedo decir que hubo semanas en
que almorzábamos mediodía por medio, y yo entonces me lamentaba recordando las
consideraciones que yo había tenido con mis buenos amigos. Ya nada era como
en la famosa época del trigo. Las cosas andaban mal en todo
sentido. Yo ya había dejado de creer hacía mucho en las promesas políticas. He
aprendido que el verdadero cambio esta dentro de cada uno.
Aún aquellos días y noches están en mi recuerdo
demasiado vivos. Será que la nostalgia y el destierro me los han hecho recordar
tantas veces que es como si me hubiera estado preparando para rendir un oral de
mis vergüenzas. Salvo que no recuerdo nada en palabras: Todos los momentos de
ese invierno se mantienen en mi memoria como postales indestructibles. Y ahora
que el desarraigo ha ejercitado en mis mañanas la trágica necesidad de las
prosas, yo cuando puedo voy resumiendo en oraciones los inexpugnables dramas y
felicidades de mis últimos meses en Argentina, como sabiendo que el relato
destronará de mi psiquis las alegrías pasadas, y concederá lugar a próximos
aciertos o desatinos.
Durante
la noche de mi último invierno en Buenos Aires, iba a dibujar a una plaza que
quedaba a unas dos calles de mi departamento. Había mesas y bancos de amianto
en el ángulo que lindaba con la avenida, con erosionados tableros de ajedrez
todos mal-escritos por los chicos que dormían allí, abrigados por el plástico
de los juegos. Cuando Fernando no estaba, en los mismos bancos yo lucía mi
atril y mi tablero de dibujo por si la noche quería verme trabajando. De vez en
cuando, mientras dibujaba, los chicos de la plaza se me acercaban, y así fui
sabiendo lo que significa la vida cuando no se tiene nada. Muchas veces me
salvaron de la abstinencia cuando me quedaba sin cigarrillos. Luciano, dormía
con su novia en los túneles del arenero, y si alguna vez se me acababa el
tabaco, yo dejaba mis lápices y mis borradores y me acercaba sigiloso hasta las
rejas, fronteras de la civilización y la cama de Luciano. Entonces silbaba despacito
para que Luciano se despertara. Y me salvaba la noche cuando me convidaba de a
dos cigarrillos. No suelo pedir favores a desconocidos, pero al tratarse del
tabaco, me atrevía a interrumpir las cenas y los tragos que servían en los
bares para pedir un cigarrillo, daba igual qué marca fuera. Pero ciertamente,
me sorprende una verdad que me acaba de molestar un poco. No importaba el
momento, o la persona que fuese; siempre que pedí un cigarrillo a un
desconocido tuve miedo al negación y a ser tratado como un delincuente.
Evaluaba la cara de mis víctimas y de inspirarme confianza, les atacaba con mi
insolencia para que me convidaran algo para fumar. La necesidad de evitar
padecimientos superaba mi timidez. Y aunque temía a la abstinencia, siempre
trataba de no molestar demasiado a la gente que no había visto nunca. Tal vez
me les paraba a unos metros y esperaba a que no estuvieran haciendo nada: Por
ejemplo, una vez aguardé a un muchacho rubio de traje y corbata con cara de
buena gente, a que terminara su merienda en un barcito del centro suburbano.
Había visto yo una cajetilla sobre su mesa y después entré despacito para que
no se asustara de mí. Tenía preparado una presentación muy amable, que me había
inventado en un segundo cuando aún estaba en la puerta de entrada. Claro que en
esa época yo tenía entrenada mi mente para la picardía. Mi monólogo era
infalible; creo haberlo utilizado con éxito en 2 ocasiones anteriores. Entonces
con fe sumada a mi cortesía, le expliqué la verdad. Yo quería fumar. Pero sin importarle
demasiado apartó de mis ojos los cigarrillos, y con mirada de piedra
simplemente me dijo que no. Sin palabras de por medio, me di la vuelta y partí.
Era la primera vez que no pude conseguir dinero para mi vicio. Y así, después
de aquella vez, ya no me importó mucho lo que podían pensar de mí los
desconocidos. Yo tenía diecisiete años. Es así que aprendí a no molestar mucho,
pues las personas se ofenden cuando un ajeno les pide favores. Luciano en
cambio no tenía inconveniente en que le despertara a la hora que fuera por
cualquier problema que yo podía tener. Los chicos siempre me decían: Si llegas
a tener algún drama con alguien… A la hora que sea, sólo sílbanos. Y aunque
todo el barrio les temía y los marginaba, conmigo siempre se comportaron como
caballeros. Me enseñaron mucho acerca de la generosidad cuando no se tiene
nada. Carlitos, el mejor de todos, acabó en prisión el día que fui a despedirme
de ellos.
Regresaba
a casa cuando amanecía.
Mi
aislamiento no era motivado por la luz solar, sino por misantropía. Y a la hora
en que la sociedad sale a vivir, me paraba a la salida de los primarios, a ver
si podía vender algún dibujo para comprar mi desayuno. Y algunos días tenía
suerte. Entonces ahorrábamos algunas monedas para la casa. Como ya he referido,
era invierno, y algunas madrugadas la neblina inoportuna humedecía el dibujo
que estaba formándose sobre el lienzo. En esos momentos el silencio y el frío
provocaron la aparición de mis primeros fantasmas inconscientes. Recuerdo muy
bien a mi último fantasma.
Fue
de madrugada, antes que el alba iluminara la soledad, un hombre de unos 60 años
pasó a pie, con el taco sigiloso iba consumiendo la distancia a qué sabrá
dónde. Único testigo de mi soledad desde hacia varias horas. Se dio vuelta para
mirarme, como si intentara advertirme de algo. Y yo pensando que era un
accidente de mi psicología, bajé la vista. Pensé también que miraba mi lienzo,
pero cuando analicé otra vez sus ojos, me di cuenta que su expresión me era
familiar. Noté sus anteojos y su cabello prolijamente muriendo en canas. Tenía
la cara más bondadosa que yo recordé de todas las que había visto. Se alejó un
poco más. Y se volvió otra vez para mirarme sin dejar de caminar.
Era
la cara de mi padre.
Mi
padre estaba en Salamanca desde hacia un año, donde poco después iba a arribar
yo, un 22 de Diciembre. La noche que volví a ver a mi familia fue un festejo
extraordinariamente feliz y doloroso. Yo había sufrido tanto por mi rebeldía. Y
siempre recordaba las primeras palabras de Mía: Uno nunca está más a
salvo en ningún lugar de la tierra que en los brazos de los padres.
Hace
casi un año que estoy aquí. Y nunca voy a olvidar los sentimientos al ver a mi
madre otra vez. ¡Habíamos tenido tantos problemas! Por eso fue que elegí
quedarme en Buenos Aires. Quise averiguar qué nos había sucedido. Pero aunque
en su momento pensaba de otra manera, la vida me fue enseñando que algunos
deseos son meras especulaciones futuras.
Todo
se fue empeorando después de mi accidente. Yo había abandonado cinco meses
antes el Industrial. Estaba en cuarto. Ya me había intentado ir de casa una vez
ese año. Pensaba que las cosas iban a ser un poco más sencillas. Pero a los
pocos días hablé por teléfono con mi madre, y me propuso una oferta que no pude
rechazar: Una cama calentita. Yo tenía una novia, Alicia, que también me
aconsejaba, igual que Mía me aconsejaría a volver con mis padres seis años más
tarde. Alicia era cocainómana. Ella tenía 22 años cuando nos enamoramos. Y un
hijo, producto de una violación en la que perdería su virginidad, cinco o seis
antes de que nos conociéramos.
Como
si fuera mi invierno preferido, 1994 fue el año que recuerdo con más alegría y
más tristeza. Uno cosecha lo que siembra, se suele decir. Será por mis faltas
al 5º Mandamiento que unos meses después de haber abandonado el colegio, entré
en coma dos meses. Pero mi juventud me ha concedido un milagro, por eso todavía
recuerdo como recién pasada la noche en que me despedí de mi compañero de
banco. El Mono Suárez. Éramos los más divertidos del curso. Nos
vimos por última vez en Agosto o Septiembre de 1999 y todavía lo admiro
muchísimo. Fue gracias a su amistad que descubrí la importancia curativa de la
risa honesta. Los cigarrillos eran los compañeros más cómplices que teníamos. Era
lindo jugar a ser mayores. Algunas veces no entrábamos a clase, y en la ciudad
bajo cero fumábamos una cajetilla cada uno. Todavía conservo sus letras
técnicas en una cajita de Marlboro, la noche que me decidí a dejar el colegio
para aprender a vivir de golpe:
Te voy a extrañar hermano
(Mucho)
25 de agosto de 1994
Cuando
desperté del coma fue a uno de las primeras perdonas a las que llamé. Y al
escucharme no me reconoció de inmediato, mi voz se había hecho finita gracias
aquella invencible traqueotomía. Y entonces, por primera vez en nuestra
amistad, le conocí lágrimas ventrílocuas a través del audífono. Fue un momento
maravilloso para los dos.
Pero
volviendo a mis padres. Al despertar, mis primeras angustias fue cuando mi
padre: Bueno, dejo las minucias a un lado y voy a lo importante para el
relato.
Empecé
y abandone el colegio dos veces más en los años 96 y 98. Entonces fue que
cobré el juicio por mi accidente. Setecientos mil dólares. Pero como confesé de
otra manera, con otras palabras anteriormente, el dinero corrompe las
voluntades. Y lo que hubiera sido una vida de alegrías y prosperidad para mi
familia y para mí, se transformó en un inacabable juicio que duró dos años
interminables. Me tuve que volver a ir de casa, con una pierna menos y un
trauma que me impedía tener empatía con las personas, sin contar mi miedo a los
autos. Y así fue que durante dos años viví prácticamente en la calle. Cuando mi
familia, decía que me estaba protegiendo de las malas influencias. En fin... El
Karma tendrá sus razones. Pero con el tiempo comprendimos que nadie podía
disfrutar del dinero si estábamos tan separados. Y justo cuando mi abogado me
recomendó firmar un pacto de honorarios, fue que nos arreglamos. Después
pasaron otras cosas terribles. Otras no tanto.
Todo
esto que habíamos pasado los años que siguieron les reproche muchas cosas. Y
cuando me telefoneaban todos los días desde España para charlar... yo los
trataba con indiferencia. Fue así que en diciembre del 2004 me quede solo en mi
departamento. Aún no lo había conocido a Fernando. Y antes de las últimas
navidades fue que decidí regresar a los brazos de mi familia.
Ahora
que mis desvaríos mentales ya no son un secreto para nadie que me hubiera
leído, y que mis posibles conocedores serán arbitrarios jueces de mis conductas
una vez acabada la última de las oraciones confesionarias de mi escritura, yo
prosigo hacia delante retomando de algún párrafo pretérito la amistad en la que
Fernando y yo nos refugiamos, para salvar las distancias emocionales que había
entre nosotros y el mundo de los normales.
Gracias a Fernando fue que ejercité mi fe.
Cuando me contaba lo difícil que era su vida, esperaba a que se fuera de casa y
me sentaba a reflexionar sobre qué hubiera hecho yo en su lugar. Entonces
escribía. Me inspiraba salir al balcón (que Fernando había llenado de
Pensamientos y otras plantas que no sé cómo se llaman), a tomar mate y mirar
las estrellas. Me quedaba horas allí, solo, hasta que él volvía. Algunas veces,
cuando sobre el papel aparecía la respuesta que yo estaba esperando, pasaba por
la calle mi enamorada. Y yo me preguntaba qué relación tendría aquella
casualidad con mis escrituras…
No todos los hombres saben que la salida está
en la observación de sí mismos. Me costó mucho que Fernando entendiera mis
silencios. Y sabía que Fernando volvería a casa para desahogarse. Pero yo ya me
había preparado. Entonces, cuando comenzaba otra vez a contarme lo malo que era
el mundo, yo le señalaba su cama: ¡Allí, debajo de las sabanas!. Entonces Fer
encontraba un sobre con todo lo que había escrito en su ausencia.
Eso que a mí me era tan fácil, él le daba el
valor de un tesoro. Se emocionaba de veras. Y la atención que les ponía me
llenaba de honores. Fernando tenía mil cosas que yo detestaba, pero era un
hombre inundado de principios. Tal vez el cariño me haga exagerar, pero
recordaba siempre cada detalle que yo tenía con él. Y me los recordaba cuando me
ponía triste.
Lo malo de todo esto, es que cuando volvía de
trabajar, casi siempre, pasaba por nuestro bar, y traía consigo un gramo o dos
de cocaína. En esos días fue lo sucedido en Miami, el huracán. Miraba las
noticias cuando me quedaba solo, los destrozos, la gente que se quedaba sin
vivienda, y que hasta hoy debe estar desesperada. Entonces cuando él volvía yo
le preguntaba: ¿Trajiste Katrina?
Al principio pude controlar mi deseo bastante
fácil. Me era sencillo después de 4 años de no haber tomado. Hasta Fernando que
desde su pubertad no había detenido el consumo incontrolado, se inspiraba a
tomar menos cuando traía el plato con los lagartos y yo le decía: No, te
agradezco. Después me enteraría que Fernando les contaba a sus amigos aquel rechazo
mío como una proeza que pocos han logrado en la vida.
Así fue, que empecé a darle consejos para que
fuera dejando. Fer, mi compañero, logró los primeros pasos para su
recuperación, estando 14 felices días sin consumir. Yo le había recomendado que
cuando saliera de trabajar, inmediatamente gastase el dinero en pequeños lujos,
y volviera a casa sin pasar por el bar. En esos 14 días, Fer siempre regresaba
con suéteres nuevos.
Y la noche 15 fer me llamo antes de venir.
Me dijo que había encontrado dinero. Un
pasajero se había olvidado un billete de cien pesos, y también una caja de
chicles. Y como si algo nos estuviera tentando, esa noche compramos 3 papeles,
y ya no pudimos retroceder. Llegó un punto en que nuestros roles se invirtieron
drásticamente. Él ya había dejado de ofrecerme, y yo le pedía el último
suspiro.
Voy haciendo rápidos estos recuerdos, me
lastima haberme deshonrado tanto por aquella falsa felicidad, que no duraba más
de 5, 10, ó 15 minutos. Espero que la omisión de momentos vergonzosos, me sea
perdonada por mi Deber de Enfrentarlos, y ya no cuenten para Él. Esperaré que
me entienda, y que este relato sea como una compensación de mis faltas, pues yo
siempre supe lo que tendría que haber hecho. Pero en la soledad, y necesitando
revancha de las injusticias y equivocaciones que uno le reprocha a la vida,
nace la rebeldía contra uno mismo. Si no la tuviese, diría que la Consciencia
es el enemigo que siempre acaba venciéndonos. Todas las adicciones que gocé
primero y sufrí después, lograron no sé cómo mi defensa.
Nunca llegamos a vender nada, ningún
electrodoméstico ni ninguna campera. Cuando no hay dinero, se ve al puntero y
se le ofrece algo de valor por algunos papeles.
Una noche de aquel aventurero invierno,
Fernando trajo como casi siempre un poco de Katrina. Cuando la acabamos no
teníamos más dinero (entonces no me paré a ver lo distinto que yo estaba de
seis meses atrás, y ahora entiendo porqué la llamaba tramposa. Pero yo en
esos momentos era muy necio, no escuchaba razones y todo tenía que ser a mi
modo. Entonces abrí el cajón de la mesa de noche, y saqué temblando por mi
vicio la caja donde guardaba los pequeños recuerdos de toda mi vida, lo más
valioso para mí. Entre todas las tarjetas, las cartas de amor, y los objetos
que en otros momentos de cordura me provocaban lágrimas y emociones, se
encontraba lo que yo a ciencia cierta ya tenía seleccionado en mente.
Cambié –yo, Damián Nicolás López Dallara,
retratista de mujeres bellísimas, teólogo por la curiosidad que me provocan las
Cuestiones Profundas, narrador de historias emocionantes que dan esperanzas al
prójimo- el anillo que me había regalado la mujer que mejor me amó hasta este
día, por siete gramos de un veneno que daba la felicidad más efímera,
desconocida y agraciada por los hombres en mitades iguales.
Después, pasaron unos días de reflexiones. Y
así elegí el destierro, como cuatro años antes elegí a la mujer que amaba, para
darme una oportunidad de felicidad junto a lo único que el Destino es incapaz
de quitarme. Mis escrituras, mis reflexiones. Y mis vergüenzas.
Degüello